27 de agosto de 2007
Uno empieza a descontar los días de esta oportunidad intelectual recibida y la tristeza comienza a empaparlo como la lluvia fina que nosotros llamamos sirimiri y otros llaman calabobos, esa lluvia que parece que no moja, pero que le penetra a uno hasta el tuétano. Es como si el frío que hace y hará en las calles de esta ciudad comenzara a hacerle a uno tiritar por dentro de repente ante la mera idea de abandonar el lugar. Esta maravillosa experiencia tenía fecha de caducidad como la fruta que uno ve morir con indiferencia en el frutero, una fecha que no se percibe hasta que se ve cómo se muere la manzana y uno siente que una parte de sí mismo se muere ,o cuanto menos se desgarra ante el regreso. Cuando uno llega al lugar, ve la fecha del final demasiado lejos, más tarde, la rutina lo devora y ni siquiera se plantea cuánto queda para que la fecha lo atrape a uno y para cuando quiere darse cuenta, la fecha de regreso lo esta mirando fijamente a los ojos aunque uno quiera mirar hacia otro lado, mientras por dentro hay algo que se le destruye.
Uno pasea por las calles y trata de que su retina atrape todos los detalles, hasta los mas ínfimos, para poder volver, aunque sea mentalmente, a pasear por estas calles y sentir la felicidad que uno creía vedada y con sorpresa encuentra que florece dentro de sí y crece y lo invade y lo domina como una explosión primaveral que abarrota los jardines llenándolos de perfume y colores. Y vida. Esta vida que no parecía consistir en otra cosa diferente a la esperada y sin darse cuenta uno se topa de bruces con otra realidad, otra rutina, otra sociedad, otra vida en fin que lo abraza, lo acaricia y lo mira con ojos sonrientes como diciendo "ven que yo te cuido, vas a estar bien a mi lado", y uno se deja llevar y abrazar y acariciar y cuidar y querer.
Realmente no sé si la vida ES otra cosa, pero de lo que estoy convencido es de que la vida PUEDE SER otra cosa y el mero hecho de ser consciente de esta realidad le abre a uno una enorme puerta dentro de algún recoveco oculto de sí mismo donde antes había una muralla infranqueable.
El tiempo corre demasiado cuando uno está bien, más bien debiera decir que el tiempo desaparece cuando uno está bien, uno se limita a estar bien a sentirse a gusto y olvida el tiempo como un coche abandonado en la cuneta a diferencia de que cuando uno abandona el tiempo, éste sigue su propio camino sin detenerse y en la medida en que uno abandona la consciencia del tiempo éste levanta vuelo y parece llegar antes a su destino.
Y aquí estoy escribiendo esta carta de despedida cuando apenas ayer estaba deshaciendo mis maletas, las mismas que ahora vuelven repletas de otras sensaciones, vivencias y alegrías. Las mismas que acarrea éste que ya no es el mismo, que ha cambiado en muchos aspectos y que se asoma a la vida de otra manera. No sabría decir con precisión qué queda, qué ha nacido y qué ha muerto en mí, pero me atrevo a confesar que he sido más feliz aquí que en la mayoría de las estaciones en las que la vida me ha hecho detenerme.
Finlandia, el país con forma de dama que en su día tuvo dos brazos y que perdió uno en favor de Rusia. Finlandia, la dama de la que uno se enamora perdida y platónicamente ya que los conceptos nunca corresponden a las personas.
Sé que esto pasa factura, sé que la felicidad que hoy me acompaña es el dolor que mañana me cogerá de la mano, sé que va a doler, pero los caminos por los que transcurre la vida son insondables y tras cada curva hay una sorpresa esperándolo a uno bien con los brazos abiertos o con los puños cerrados.
Sé que va a doler y que tarde o temprano voy a llorar. No sé si será en la estación de Jyväskylä, en el tren, en el avión o cuando llegue a casa, pero eso va a resultar inevitable.
Por ahora sólo me queda contener el nudo en la garganta y decir moi moi Jyväskylä.